"...el pasado no tiene peso en la gravedad del ahora..."

Arturo Meneses Arce: Escritor en ciernes, Poeta varado, Filósofo superado...

jueves, 20 de enero de 2011



LOS SONIDOS DEL SILENCIO



   Nunca fue de buen augurio que el Padre Nicolás Cotrina, director del colegio Santa Rosa, entrára al salón del 3ª de secundaria, sus inesperadas inspecciones estaban plagadas de recriminaciones, castígos e insoportables discursos sobre la rectitud y disciplina, pero, esta vez, su improvisada visita, no sería la excepción, el cura nos traería la peor noticia en la historia de nuestra estadía santarrosina. Modulando su insufrible y chillosa voz, su rostro pétreo y cansino articulaba aquella noticia que conmocionó, ya lo dije antes, a la promoción: el fallecimiento de “Fernando Lecaros Terry”. Nuestros rostros se oscurecieron y el luto fue inmediato, algunos como a mí, un frío  hormigueo recorrió nuestra columna vertebral y el vacío próximo de su carpeta  acaparó nuestras miradas. Fernando, o Fernandito Lecaros como lo llamábamos, peleó la última de sus batallas; luego de una prolongada guerra contra el cáncer de la que podríamos sumar más victorias que derrotas, nuestro amiguito sucumbiría frente a un artero y desconocido enemigo que no bajó la guardia y  lo esperaba agazapado en el mejor momento de su vida.
   Lecaros nunca fue un lisiado o convaleciente, armado de valor luego de innumerables intervenciones quirúrgicas no le tenía miedo a la vida, su vitalidad contrastaba el largo historial de ausencias que se prolongaban por meses en los Estados Unidos, era sencillo para él recuperar el tiempo perdido, regresaba como nuevo y sonriente como si nada hubiera pasado para continuar con su vida de niño adolescente siempre dispuesto a las revanchas certeras con el estudio. Ineludiblemente querido por nuestros tutores desde los curitas santones como “Riverito”, inefables como “Severino” a profesores como el bigotón Franco y la “calurosa” Julieta Orellana, todos lo querían, por su notable esfuerzo para aparejar los primeros puestos con Quispe y Villanueva.
      Blanco como la leche y una delgadez aparentemente quebradiza su sonrisa era la carta de presentación para su extraordinario “don de gente”, buenísimo y amable hasta decir basta quien no recuerda su inolvidable “silenciosa voz” que retumbaba con la calidad de la buena dicción cuando en sus exposiciones todo el aula aquietaba las ansiedades propias de la edad para calladamente escuchar como el apenas susurro de su voz  discurría hasta en las sombras del salón. Para nadie era novedad que llamaba poderosamente la atención (sobre todo a quienes recién  lo conocían) la permanente cicatriz en la garganta producto de los papilomas de su cáncer, claro que para nosotros, acostumbrados a su “marca personal”, era tan normal, que, lejos de ser una incomodidad para él, no recuerdo a nadie, absolutamente a nadie molestarlo, por el contrario, lejos de la crueldad de los niños, para nosotros “ese tema” era tabú, pero, para ser fiel con la edad a hurtadillas se comentaban y formaban algunas “leyendas” e historia exóticas sobre su cicatríz como por ejemplo alguna vez escuché a  “chanfainita” Porras decir que si apretabas con el dedo la cicatríz, Fernandito hablaría normalmente como se lo hizo el chato Calderón con un lapicero; es decir, cosas de niños.
   Aun latente en mi memoria recuerdo aquella actuación por el día de la madre en la que formando un coro para entonar el tema “Marinero” nuestro buen amigo Fernandito participó en la primera fila del mismo como diciendo ¡aquí presente! con su “voz silenciosa”, al son de la flauta de Beni Steinmetz y de nuestro eterno soprano Bindi Albán; cuando reviso las fotos del pasado y veo el primer plano de esa instantánea, no nos imaginábamos que esta sería una de las últimas, si acaso, única actuación de Fernando Lecaros antes de su lamentable muerte. Ya entrando a la adolescencia los tabús se hiban soltando, a Fernando a veces lo jodíamos imitando el susurro de su voz y a veces, camorreramente todo el salón, siempre de “buena leche” sin maldad, pero el no se quedaba atrás, a mí me respondía con “Meneses-Menestra”  entonando gravemente su “silenciosa voz” o me respondía no sé que  lisuras o apodos en inglés idioma que hablaba silenciosamente a la perfección. Todos lo queríamos, era inevitable un cariño especial para él, recuerdo la gran amistad que lo enlazó con Nino Rainusso dentro y fuera del colegio, o jugando a las canícas en el patio de la primaria con Quispe y  el  gordo Alvarado.
   En los 80´, no sé si porque éramos niños, percibíamos un ambiente de agradable solidaridad, varias veces los padres de familia organizaban colectas y actividades para que Lecaros viaje a U.S.A. a seguir su, ya de por sí, carísimo tratamiento y la colección de cuentos recopilado por Víctor Soracel (su viejo con el apellido al revés) era protagonista de las bibliotecas de casa, aun conservo ese hermoso, amarillento y deshilachado libro con el que inicié mi afición por la lectura.
   El día que el salón asistió al velorio una insertidumbre acompañó al féretro, el sociego de su rostro marcaría un antes y después a la promoción, la triste ausencia de Lecaros marcó el inicio de nuestra adolescencia, dejamos de ser niños para, como hombres, afrontar los adioses perpetuos y que la vida, a veces, suele ser demasiado ingrata tan tempranamente en nosotros; algunas lágrimas familiares, caras largas y la tristeza de una conmovida profesora “Patricia” ( la muy querida y muy deseada) enmarcaron la sombría mañana  Chosicana, mientras en fila india los Meneses, San Romanes, Talledos, Quispes, Alvarados y toda la sección “A” subían al Bus con destino a la última despedida de nuestro Pequeño amigo.
   Fueron muchos los años que compartimos gratos y felíces momentos con Lecaros, sobre todo se evocan los más infantíles, aquellos en que la inocencia no entendía de dramas ajenos a lo que, no me parece pertinente, explorar el verdadero “vía crusis” de la enfermedad que lo aquejaba, más sí podría afirmar que él, como pocos, era un verdadero valiente al soportar estoícamente a un implacable cáncer durante años. Fernandito trastocó el ideal de la figura heróica, atlética y apolínea, a su edad era un héroe real no de la ficción que  tanto nos gustaba, le vastó sólo un corazón, un corazón tan grande que no le cabía en su menudo cuerpo.
   Nunca como ahora el silencio cobra una inusitada relevancia, pues, en nuestro alborotado salón, aun  con los años después de su muerte se puede escuchar una voz, en la que casi como un susurro Fernando Lecaros al llamado de la lista de los estudiantes nos dice a la promoción ¡presente!

                                                                       FIN...

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